15 jul 2009

De los castores y los rostros

Los causantes fueron los que colgaban de los candelabros. Fue lo primero que se especuló, pasados casi treinta minutos de de la catástrofe.

Cada día llegaban a su casa, al principio se quedaban afuera esperando encontrar alguna ventana abierta – parece que, con la edad, era común que a la doña se le olvidaran algunas cosas -. Aunque, con el tiempo, de alguna u otra manera siempre conseguían entrar, por una ventana o, incluso, por algún agujero que ellos mismos hacían con sus afilados y amarillentos dientes ya jubilados de los negocios de la madera. Luego que entraban comenzaban a jugar, inocentemente, por toda la casa. Se comían las cortinas, saltaban en la cama y en varias ocasiones dejaban de ser cinco, eran ocho, quince.

Ese día había siete. No iban por ella, ni les importaba que fueran sus cosas las que destruían. Pero no era precisamente una mueca de enojo lo que se veía en su cara cuando les daba la espalda.

Le dijeron que si no hacía nada le harían un daño irreparable a la frágil casa de madera que tanto había cuidado desde que enviudó. No tenía hijos, era todo lo que le quedaba: su vida y su casa color caramelo. Claro que, extraña como era, doña Eleanor no hizo nada por arreglar los desperfectos, y de paso le permitía a los pequeños intrusos entrar sin problemas. Y cierto día de agosto, se desplomó. Su refugio, su hogar cayó con un estruendo que hasta un sordo podría haber oído, bajo el brillante sol de una adelantada primavera que estaba por comenzar. Todo estaba tranquilo ese día, también ella, que se encontraba tomando el te, sentada placidamente en su sillón favorito mientras observaba sus visitantes y hacía oídos sordos a los quejidos de sus muros.

En efecto, fueron ellos los culpables, pero todo comenzó por culpa de ella.

La encontraron minutos después, seguía en su sillón favorito, había trozos de una taza que al parecer contenía te a su alrededor. En su anciano rostro, entre las arrugas y las astillas de la madera que le cayó encima, se pudo ver una sonrisa.


Ahí se ve hasta donde llega la soledad.

Años después se dijo que había muerto inesperadamente en una iglesia, todo en un intento por conservar en secreto la desgraciada vida que llevaba. Pobre Eleanor, los invasores sobrevivieron todos, corrieron y creo que no fueron siquiera al funeral.

2 comentarios:

  1. HOla Eileen, gracias por tus palabras y visitarme, te espero en mi nueva direccion cuando gustes, sos mas que bienvenida!!

    http://undiazul.blogspot.com

    Que tengas una linda semana, besos!!

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  2. muy curioso, y como todo lo que escribes, me deleita!
    no me leas, te lo pido, que estoy muy negra últimamente y se me queda el sabor de que vuelvo a escribir lo mismo, como siempre.
    no soy camaleónica, como tú.
    muchos besos hermana, sigue así de bien, te amo millones!
    amor y paz, sister.

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Desembuche.